Hay días en que el expediente no pesa por el papel, sino por la historia que carga. Te llega un caso y ya sabés que vas a dormir poco, discutir mucho y cobrar tarde —si es que cobrás. Y sin embargo, lo tomás.
No lo hacés por heroísmo ni por vocación de mártir. Lo hacés porque algo adentro se te mueve. Rabia. Eso que muchos confunden con enojo, pero que en nosotros es motor. La rabia que te hace redactar mejor, estudiar más, insistir una vez más cuando el sistema parece rendido.
Ser abogado laboralista en la Argentina no es solo una profesión: es un temperamento. No se puede litigar con tibieza en un país donde el despido se comunica por WhatsApp y la salud mental se archiva en PDF. El que no se indigna, se adormece. Y el que se adormece, deja de defender.
Por eso necesitamos rabia. Pero no odio. La diferencia es sutil y vital: la rabia nace del deseo de justicia; el odio, del deseo de venganza. Y a veces —nos pasa a todos— nos equivocamos al distinguirlos. Entonces el fuego deja de alumbrar y empieza a quemar.
Porque si algo enseña este oficio es que el Derecho del Trabajo no se ejerce desde la comodidad. Se ejerce con el pulso temblando, con el estómago revuelto, con la fe puesta en que todavía vale la pena pelear por lo justo.
El rol del abogado en el conflicto humano
A veces olvidamos que no trabajamos con expedientes: trabajamos con heridas. Cada caso que llega al estudio trae una pérdida. Un trabajo que ya no está, una salud quebrada, una ilusión que alguien rompió con un telegrama.
El abogado laboralista vive en ese borde donde el derecho toca el dolor. Y ahí, la rabia cumple su función más noble: nos conecta con la injusticia ajena sin que la indiferencia nos oxide. Es lo que nos hace seguir adelante cuando la ley parece escrita para cansarnos.
Pero esa misma energía —si no se domina— puede volverse en contra. Porque no siempre es rabia lo que sentimos. A veces es bronca personal disfrazada de causa justa. Y cuando eso pasa, dejamos de escuchar.
El cliente se convierte en excusa, el juez en enemigo, la empresa en monstruo. Y nosotros, sin darnos cuenta, empezamos a litigar contra fantasmas que ya no pertenecen al expediente. Ahí la rabia se contamina de ego y se transforma en odio.
El odio no impulsa; empuja. No construye; embiste. Y en el fondo, nos roba lo más valioso que tenemos: la capacidad de discernir entre el conflicto del otro y el nuestro.
Ejercer el derecho laboral sin cierta rabia es imposible; hacerlo con odio es peligroso. La primera te mantiene humano; el segundo te convierte en lo que juraste combatir.
El riesgo del odio y la deshumanización
El litigio tiene una trampa: cuanto más te involucrás, más fácil es perderte. Empieza con un expediente que te indigna y termina con una causa que sentís como tuya. De pronto, el resultado ya no mide justicia, sino autoestima. Y cuando eso pasa, el límite ético se desdibuja.
El odio entra despacio. No grita. Se disfraza de compromiso, de rigor, de “no me voy a dejar pasar una”. Pero detrás hay algo más viejo y más humano: la necesidad de tener razón.
Muchos colegas se queman ahí —en el altar del ego— creyendo que pelean por los demás, cuando en realidad están intentando redimirse. La justicia se vuelve personal. Y el expediente, una extensión de la herida propia.
El problema es que el odio no se apaga con una sentencia. Gana un juicio, pierde otro, y siempre pide más. No conoce descanso, porque no busca reparar: busca castigar.
Y el castigo, en el Derecho del Trabajo, no tiene lugar. Nuestro rol no es vengar al trabajador, sino restablecer equilibrio. Hacer que lo que se rompió encuentre otra forma de valer.
Por eso, el mayor riesgo del abogado laboralista no es perder un caso. Es perder la sensibilidad. Convertirse en una máquina de litigar, en un profesional que ya no siente ni se conmueve, que cita jurisprudencia sin recordar por qué empezó a hacerlo.
Cuidar el fuego —esa rabia sana— es también cuidar el alma del oficio. Porque sin alma, la técnica se vuelve ruido. Y el ruido, tarde o temprano, reemplaza al sentido.
La llama y el brasero
Con los años uno aprende que no hay justicia sin fuego, pero que no todo fuego ilumina. La rabia es la chispa que nos despierta cuando el sistema se duerme.
El odio, en cambio, es el incendio que deja a todos sin aire.
Aprendemos a golpes que no todo trabajador tiene razón, y que no todo empleador es un villano. Que a veces el juicio más difícil es el que no iniciamos.
Y que defender derechos no siempre implica presentar una demanda, sino sostener una verdad.
El abogado laboralista que sobrevive no es el que grita más fuerte, sino el que sabe cuándo callar. El que entiende que la justicia no se mide en indemnizaciones, sino en humanidad. Y que la rabia —bien usada— no destruye: empuja hacia adelante.
Por eso hay que cuidar esa llama. Encenderla cuando la indiferencia nos enfría, y bajarle el fuego cuando amenaza con consumirnos. Ser el brasero que da calor, no el incendio que arrasa.
Porque el día que dejemos de sentir rabia ante la injusticia, el Derecho del Trabajo perderá su sentido. Pero el día que dejemos que esa rabia se vuelva odio, habremos perdido algo todavía más grande: a nosotros mismos.
La rabia nos recuerda que todavía sentimos; el odio, que dejamos de comprender. Entre una y otra se juega todo el sentido de nuestro oficio:
defender sin deshumanizar, arder sin consumirnos, seguir creyendo —a pesar de todo— que la justicia todavía vale la pena.

